CARLOS TAIBO* - 16 Ene 2009
Quienes se han entregado a la defensa del terror de Estado que Israel protagoniza en Gaza tienen siempre en los labios el nombre de Hamás y el recordatorio de la condición terrorista y fundamentalista de esta organización. Con el impacto emocional que las acompaña, tales etiquetas cancelan, claro, cualquier reflexión racional sobre lo que Hamás significa.
Desde el triunfo electoral de la organización islamista en 2006, a Hamás se le han formulado tres exigencias que curiosamente nadie ha tenido a bien plantear a Israel: que abandone la violencia, que reconozca a su enemigo y, en suma, que acate los maltrechos acuerdos de paz heredados del pasado. Esta última demanda es tanto más sorprendente cuanto que el propio Israel ha declarado muertos en repetidas oportunidades esos acuerdos. No sólo eso: ha hecho en todo momento lo que estaba en su mano para evitar que fuesen mínimimente creíbles, como lo testimonian una crudelísima represión, la prosecución de la ocupación –apariencias aparte, Gaza ha seguido siendo un territorio ocupado–, la permanente creación de nuevas colonias o, en fin, la construcción del muro en Cisjordania.
Las circunstancias que acompañan a la exigencia que nos ocupa son singularmente irritantes, porque ignoran lo principal: si la mayoría de los palestinos residentes en Gaza, y muchos de los que viven en Cisjordania, otorgaron su respaldo electoral a Hamás tres años atrás, cabe adelantar que no fue por su simpatía hacia el rigorismo religioso de la organización islamista. Aunque la actividad social desplegada por esta última a buen seguro levantó adhesiones en un escenario marcado por la corrupción que ha acosado a todas las instituciones dirigidas por Fatah, la razón principal que aconsejó a muchos palestinos a respaldar a Hamás no fue otra que su rechazo frontal a los acuerdos de paz que vinculamos con el nombre de Oslo. Y es que, en el mejor de los casos, –subrayemos el vigor de esta cláusula– esos acuerdos auguraban la gestación de un Estado palestino inviable y manifiestamente sometido a la lógica colonial de Israel. Llamativo resulta, por cierto, que esto se haya olvidado en provecho de una casi universal atribución de la responsabilidad del fracaso de las negociaciones al capricho de los dirigentes palestinos.
Así las cosas, la operación encaminada a estrangular a Hamás en los últimos años ha tenido como correlato principal, claramente buscado, el de cercenar toda posibilidad de que entre la población palestina se hiciese valer una legítima resistencia ante unos acuerdos de paz manifiestamente indecorosos. Cierto es que en ese juego no sólo ha participado Israel: también han colaborado la Autoridad Nacional Palestina y el grueso de los Gobiernos árabes, con Egipto a la cabeza. Ha sido también esta la infeliz e irracional estrategia avalada, claro, por las potencias occidentales.
Nadie ha explicado convincentemente –dicho sea de paso– la conducta de la Unión Europea que, años atrás y en virtud del fraude electoral al que se habían entregado, prohibió la entrada en su territorio al presidente bielorruso, Lukashenko, y a una veintena de sus colaboradores.
Al parecer, los más de mil muertos registrados en Gaza, a los que se suma una cifra similar contabilizada en el Líbano en 2006, no son razón suficiente para impedir la llegada a nuestros aeropuertos de Olmert, Barak o Livni.
*Carlos Taibo es Profesor de Ciencia Política
viernes, 16 de enero de 2009
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