Las ruinas dominan la franja un año después de la intervención militar israelí
ANA CARBAJOSA - Gaza - 27/12/2009
Un año en caída libre. Es la impresión que se respira en la franja de Gaza, cuando se cumple un año desde que los aviones israelíes lanzaran las primeras bombas. El infierno duró 22 días y se llevó por delante la vida de unos 1.300 palestinos y 13 israelíes. Desde entonces, han transcurrido 12 meses de relativa calma en el frente militar, pero de miedo y desesperanza para una población que no ha podido reconstruir ni sus casas ni sus vidas debido al embargo israelí que impide la entrada de materiales de construcción y al ostracismo al que también la comunidad internacional somete a Hamás, el Gobierno islamista electo, que se niega a reconocer al Estado de Israel.
Un recorrido por la franja de Gaza produce la extraña sensación de que el reloj se paró hace un año; que todo está casi como estaba el día que acabó la guerra. Sí, las autoridades han retirado buena parte de los escombros, la ONU construye con barro unas pocas viviendas para realojar a decenas de miles de personas y algunas mercancías entran con cuentagotas por los pasos fronterizos por motivos humanitarios, pero poco más. Cerca de un centenar de familias vive todavía en tiendas de campaña y los demás, amontonados en casa de sus familiares. Los campos de ajos y de fresas siguen yermos y sólo la floreciente economía subterránea alivia una situación que, sin los productos de contrabando que llegan de Egipto por los túneles excavados bajo la frontera, sería insostenible. Suman 140 los palestinos muertos por asfixia en esta suerte de centros comerciales bajo tierra. "Con los túneles llegaron el champú, los caramelos y el chocolate, pero también la desgracia, porque reducen la presión sobre una comunidad internacional que sabe que de algún modo estamos abastecidos", sostiene Faysal Shawa, presidente de la asociación de empresarios de Gaza.
"Este año todo ha ido a peor", se lamenta Abu Khalil, que perdió su casa de tres pisos y su supermercado el 5 de enero cuando los carros de combate entraron en los márgenes del campo de refugiados de Yabalia y abrieron fuego. Dice que fue el día más horrible de su vida y que perdió a seis familiares, pero que no esperaba el abandono que iba a venir después. En seguida gastó los 4.000 euros que recibió del Gobierno en alimentar a sus siete hijos y atender a su mujer enferma. Este año la familia Khalil ha vivido en una tienda de campaña, hasta que hace 10 días se mudó a una precaria construcción que entre todos han levantado. Abu Khalil trabajó durante 30 años en los tajos de la construcción israelí, pero ha tenido que comprar los materiales a precios desorbitados a los contrabandistas. "Hemos retrocedido 15 años. Con este Gobierno no abrirán las fronteras porque no les apoya nadie, ni Estados Unidos ni Europa", reconoce.
El responsable de Obras Públicas de Gaza, Ibrahim Radwan, se pregunta qué ha sido de las promesas ofrecidas en las conferencias internacionales de donantes posteriores a la ofensiva. Calcula que necesitarían 1.000 millones de dólares (unos 700 millones de euros) para reconstruir las viviendas y dice que su departamento apenas dispone de 350.000 dólares.
Considera además que para que entren el acero, los azulejos y todos los materiales necesarios, las fronteras deberían abrirse durante al menos seis meses durante 20 horas al día. Pero Israel no está dispuesto a aflojar la presión porque supondría dar un balón de oxígeno para Hamás, el movimiento islamista al que considera "una entidad hostil".
Ahora ya no hay guerra, pero hay mucho miedo y desesperanza. Enas Youda, una enfermera psiquiátrica de Gaza, asegura que después de la guerra la gente se quedó como anestesiada, sin sentimientos; pero con el tiempo las emociones han aflorado con fuerza. Durante la ofensiva, la gente contaba que no había lugar en el que sentirse a salvo, que en toda la franja llovían bombas. Un año después, el miedo se ha enquistado y el sentimiento de vulnerabilidad se vuele hipervigilancia y se expresa en forma de rumores que diseminan la angustia por la franja.
En la calle, los días previos al aniversario de la ofensiva, la gente presagiaba otro ataque y a los móviles llegaban mensajes como este: "Aviones israelíes tiran octavillas en Rafah que advierten de una nueva invasión". Han pasado los días y la historia de las octavillas ha caído en el olvido. Pero lo cierto es que la gente vive en Gaza a golpe de sobresalto; temiendo lo peor y haciendo esfuerzos inhumanos por concentrarse en la supervivencia del presente sin mirar a un futuro del que no esperan nada bueno.
El enésimo susto que mantiene ahora en vilo al millón y medio de pobladores de la franja son las obras de los egipcios en la frontera. La prensa israelí publicó que el Gobierno egipcio piensa construir un muro que acabaría con el negocio de los túneles. Ante el temor a quedarse sin alimentos, los vecinos de Gaza corren estos días a las tiendas para aprovisionarse con lo que pueden, pues un 80% de ellos depende de la ayuda alimentaria de la ONU.
La ansiedad no sólo se deja ver en las tiendas. También aparece en las camas que los niños mojan porque se acuestan con miedo y en las frases que pronuncian los adultos en las que cada vez se escuchan más tartamudeos según los expertos. Y en la mano que levantan los padres que con la violencia quieren solventar la pérdida de autoridad que sufren en sus familias rotas. Cuentan los psicólogos que muchos niños han perdido el respeto a sus padres, porque cuando caían las bombas fueron incapaces de ofrecerles protección, y porque un año después siguen sin ser capaces de alimentar a sus familias, como la mayoría de los padres del resto del mundo. Por eso, cuando los ataques de artillería arreciaban hace ahora un año, desde el centro comunitario de salud mental de Gaza se lanzaba un mensaje urgente por la radio. "Abracen a sus hijos, apriétenlos contra su pecho. Es importante que se sientan protegidos".
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